El culo de Yuyito y otras calenturas adolescentes

Emilio Disi y Yuyito González en 'Los pilotos más locos del mundo'

En la pantalla enorme del Cine Gran Alsina aparecía el primer plano de un culo. Un culo generoso, rotundo, no muy bronceado, levemente afectado por la gravedad en tiempos en que los cirujanos aún no desafiaban a Newton. Un culo apenas cubierto por una bikini acomodada -a tono con la época- por encima del ilion, que su portadora meneaba consciente de tener toda la atención de la cámara y de nosotros, los espectadores, bochincheros preadolescentes que colmábamos la sala. Un empleado se paseaba de tanto en tanto por la puerta de la escuela para entregar unos volantes -de llamativos rosas o amarillos- que otorgaban un descuento para la entrada del cine, y los sábados se armaban en la vereda del Gran Alsina largas filas de alumnos de los últimos grados de la primaria, mayoría abrumadora de varones que comenzábamos a descubrir que las minas en bikini nos atraían más que la guerra de soplamocos.

"Sólo le falta hablar", bromeaba Emilio Disi con la mirada clavada en ese culo, chiste tonto que décadas más tarde adquiriría connotaciones casi siniestras en el prime time televisivo. La situación era bastante gratuita, pero Carlos Galettini había generado algo de suspenso: unos minutos antes Yuyito González había irrumpido en escena con un pareo anudado a la cintura. Para verle el culo hubo que esperar. Su escena triunfal, cuando giraba, nos daba la espalda y comenzaba a caminar mientras nosotros nos entregábamos gozosos a la zambullida hacia el primer plano del zoom indiscreto, recién llegó a la media hora de película.

Aún no lo sabíamos, no podíamos saberlo, pero el suspenso era vital para agarrarse una calentura. Por eso nos aburrían un poco las porno, aunque nuestra sobreactuada hombría no nos permitiera admitirlo. Películas que ya desde los títulos adelantaban sumariamente lo que debería ser el momento culminante. Situaciones que se repetían una y otra vez y prometían, en general sin éxito, que lo que vendría sería mejor -más excitante- que lo que pasó. Rituales pueriles de asistencia obligatoria alrededor de una videocasetera -artículo que sólo la familia del amigo con guita del barrio podía alcanzar- que matizábamos con chistes torpes sobre la anatomía de los protagonistas, actrices que podían tener las tetas caídas y actores que no se depilaban.

Una época en la que citábamos la saga interminable de Anal Intruder sin haberla visto y la Cicciolina era un mito adulto que no alcanzábamos a comprender. En la que copábamos el local de revistas usadas para ojear de pie números viejos de El Gráfico mientras algún amigo, oculto en cuclillas, nos iba mostrando clandestinamente las páginas de la Playboy con las chicas de Olmedo o algún ejemplar de Libre, funesto producto de Editorial Perfil que ponía en tapa títulos del tipo "Esta belleza es un señor".

Los últimos coletazos del destape democrático insinuaban más de lo que mostraban, aunque mis abuelos añoraran tiempos más decentes. En horario apto para todo público Gianni De La Nata se ponía sus lentes mágicos para que pudiéramos ver a Cris Morena o Adriana Salgueiro en pudorosos conjuntos de ropa interior. El suspenso nos hacía trasnochar a la espera del strip interview de Peor es nada: como con la tanguita de Noemí Alan, conocíamos el final pero la esperanza de que se viera algo más crecía a medida que las prendas iban cayendo y se renovaba cada semana. En el Club del Terror de Canal 13 las películas nos calentaban y asustaban, todo al mismo tiempo, sin que llegáramos a distinguir entre el placer y el miedo. Poco después Charly, días de sangre (otra vez Galettini), más graciosa que terrorífica, nos dejó espiar a las chicas de la tele de otra forma.

Fotogramas del comienzo de 'Little Girls Blue Part 2'
El amigo que en los ochenta jugaba con la ColecoVision progresaba en la profesión del futuro: ahora tenía un módem de 14.4k que permitía -preferentemente de noche para evitar gastos millonarios de teléfono- acceder a los BBS. Una novedosa pantalla convexa de 64 colores y 14 pulgadas era la ventana hacia un mundo de juegos, programas y, por supuesto, mujeres desnudas. Ahí el suspenso se informatizó: soportábamos con impaciencia el fatigoso descenso de los píxeles, línea por línea, hasta que finalmente Pamela Anderson nos revelaba sus pezones, que tantas veces habíamos imaginado cuando la veíamos trotar en slow motion por las playas de California (la historia de mi adolescencia: mientras mis amigos deseaban cogerse a Pamela yo soñaba casarme con Cindy Crawford). Unos años después apareció el video porno con su esposo Tommy Lee, todo un acontecimiento que volvió a reunirnos frente al monitor. Pero ya no había tanto por descubrir.

Poco antes la pornografía había llegado a la televisión a través de un cable. Ya nos afeitábamos y las noches de sábado salíamos a la cancha para intentar aplicar, con la timidez de un central rústico cuando cruza el medio campo, los precarios conocimientos adquiridos. Aún había mucho por ver en casa. Descubrimos que si movíamos la sintonía fina de la tele podíamos franquear, con escasa nitidez y mucha imaginación, la barrera del codificado. Intuíamos los goles de Boca que los domingos nos relataba Fantino y el sexo anal que una mina parecía disfrutar en la madrugada de Venus.

Pasaron más de 25 años y miles de películas desde aquella tarde de sábado en el Gran Alsina. Hice fila en la puerta del Malba para ver Garganta profunda o El Diablo en la señorita Jones y leyendo El Amante descubrí que la secuencia inicial de Little Girls Blue Part 2 es cine puro. Entendí por qué mi viejo se calentaba con Linda Fiorentino, hermosa flaca de piernas perfectas, y vi a Mónica Gonzaga como una bella mujer madura que en lo esencial nunca claudicó ante la paraciencia de lo estético. Lo pornográfico cambió de lugar: una crema corporal femenina promete milagros bajo un nombre comercial propio de un producto para veteranos de guerra y un desfile "solidario" organizado por un diario con "mujeres reales" sobre la pasarela nos hace pensar que quienes viajamos en colectivo pertenecemos a otra especie.

Escribo "Los pilotos más locos del mundo" en el buscador de YouTube y descubro que alguien subió la película completa. Un poco de fast foward, ahora más fast que nunca, y vuelve a aparecer el culo. La escena ya no me impacta como en la pantalla enorme del Gran Alsina pero el culo sigue siendo rotundo. El primer plano dura apenas unos segundos y hasta parece ingenuo, casi avergonzado en su brevedad. Contrasta con las tomas televisivas de los camarógrafos-proctólogos del concurso de baile nocturno. Hace poco una bailarina, demasiado joven para haber pasado tanto tiempo en el quirófano, alardeaba con que sólo su cuerpo podía soportar el realismo ontológico de la TV en alta definición. Acaso hoy los culos -descontextualizados, cosificados, "hechos", según el espantoso comentario de doble sentido- ya no merecen un primer plano sino apenas un plano detalle. ■

Este artículo fue escrito en febrero de 2013 a pedido de Hernán Panessi, que lo iba a incluir -junto a otros- en un apéndice de su libro Porno Argento! Historia del cine nacional triple X (2015). Finalmente, por motivos que desconozco pero no tienen relevancia, ese apéndice no se publicó, así que decidí poner este texto acá.

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