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Festival de Mar del Plata 2013 (segunda parte)

El nacimiento de un autor [*]

William Petersen y Kim Greist en 'Cazador de hombres'

Ver o rever un clásico en una sala de cine, casi como en el momento de su estreno, es una de las posibilidades más placenteras que brindan los festivales. Las buenas películas son las que resisten (o más bien invitan a) sucesivas revisiones, en las que siempre se puede descubrir algo más, algo nuevo. Sobre todo cuando se proyectan en fílmico, soporte en el que fueron concebidas, con esa textura inigualable y esas pequeñas, a veces casi imperceptibles marcas que anticipan el cambio de rollo. En este sentido fue un poco decepcionante la proyección de Deliverance, obra maestra de John Boorman, que se exhibió en digital: algo así como verla en casa pero más grande.

No tengo claro si Cazador de hombres (1986), de Michael Mann, es un clásico. Podría serlo: es una película que perdura más allá de su tiempo, que logró trascender las pautas de obsolescencia y hoy puede ser vista sin necesidad de contextos que la justifiquen. Algunos sostiene que se trata más bien de un clásico de culto, imprecisa categoría definida por la actitud del espectador que puede contener obras tan disímiles en calidad y pretensiones como Orgía de horror y locura y Los bañeros más locos del mundo.

Al margen de esa discusión, Cazador de hombres es sin dudas muy buena. En general el tiempo le pasa muy bien al cine de Mann. Sus películas se suelen ver hoy mejor que en el momento de su estreno, como si la distancia las despegara de las marcas de su época y resignificara cierto "fechado" de origen. La nostalgia ochentosa, tan celebrada en estos días retromaníacos, es en este caso la excusa menos interesante para volver a verla.

Como se sabe, el film es una adaptación de la novela Red Dragon (1981), de Thomas Harris, primera aparición de ese asesino serial tan cruento como brillante que es Hannibal Lecter. Cuenta la historia de Will Graham (William Petersen), un ex agente del FBI especializado en perfiles psicológicos que se retiró luego de sufrir severas consecuencias psíquicas y físicas al atrapar a Lecter (que en la película Mann rebautizó como Lecktor y es interpretado por Brian Cox). Will vive con su esposa y su pequeño hijo en las playas de Florida, hasta donde lo va a buscar un ex jefe (Dennis Farina) para tratar de convencerlo de que lo ayude a detener a un nuevo asesino serial que aterroriza a todo el país. Will, que teme volver a involucrarse a fondo en la mente de un asesino, se debate entonces entre su vida privada -que intenta resguardar a toda costa- y su trabajo. "Si volviera, sólo miraría las pruebas. No me involucraría más. El no me vería ni sabría cómo me llamo", le promete a su esposa. Pero en el fondo sabe que no podrá ser así.

Ahí está uno de los nudos de la película: a veces para combatir algo (los propios miedos o un asesino serial) es necesario poner todo, incluso dejar en evidencia las angustias más íntimas, volver a escarbar en esas heridas que aún no cicatrizan. Los personajes de Mann suelen ser profesionales obligados por las circunstancias a poner a prueba su responsabilidad. Hay una concepción del deber que puede parecer un poco anticuada en este mundo solipsista y que es, ante todo, una postura moral del director.

William Petersen y Brian Cox en 'Cazador de hombres'Como otras de sus realizaciones, Cazador de hombres sufrió cierto maltrato en el momento de su estreno. Un gran crítico como Dave Kehr sostuvo en el Chicago Tribune que Mann "cree tanto en el estilo que casi no le queda resto para construir con convicción los personajes o situaciones de la película, que sufre los consecuentes daños". Poner tanto el foco en el estilo, agregó, termina por "drenar cualquier noción de credibilidad" de la trama.

La acusación de formalista es una de las más comunes que Mann suele recibir. Es cierto que por momentos la puesta en escena puede atentar contra el verosímil (el lugar donde está detenido Lecktor, por ejemplo, se parece más al Guggenheim que a una cárcel de máxima seguridad), pero en su cine forma y fondo conforman un todo indisoluble. El exceso de color de algunas escenas, que algunos ven hoy como una marca de época un poco grasuna, representa el estado de ánimo de los personajes, o incluso directamente los delínea. Lo mismo ocurre con cierta grandicoluencia operística: el enfrentamiento final, en el que Will atraviesa una ventana en cámara lenta al ritmo de In-A-Gadda-Da-Vida, de Iron Butterfly, no es más que la resolución metafórica del conflicto interno del personaje. Por otro lado, la alegoría -procedimiento siempre conflictivo en el cine- de los huevos de tortuga que Will intenta proteger en la playa junto a su hijo apenas se deja ver, funciona como una alusión bastante discreta y bien colocada a la invasión de la privacidad, otro de los temas centrales de la película. Mann no descuida la forma pero es ante todo un gran narrador, de una precisión notable, que jamás se esconde detrás de un montaje vertiginoso (la tan frecuente huida ante la dificultad de la que hablaba François Truffaut).

De todos modos, creo que hay algo en Mann que se toma o se deja, que parecería no necesitar demasiadas justificaciones: cierta solemnidad que atraviesa su cine, una gravedad evidente que se contrapone a tanta película que no puede más que reírse de sí misma para gambetear sus inconsistencias. A Man se lo toma en serio o no se lo toma. Es así que muchas críticas apelan al sarcasmo (recordar el texto canchero con el que Gustavo Noriega despreció Fuego contra fuego en El Amante), una actitud de altanera superficialidad que impide profundizar en lo que realmente importa.

Cazador de hombres representó además un paso adelante de Mann luego de la fallida La fortaleza maldita. Y marcó el nacimiento de un autor: casi todas las constantes de su obra, que ya habían aparecido en Thief, su primera y excelente película, se refuerzan aquí y se terminarían consolidando en la década siguiente con Fuego contra fuego y El informante, sus obras maestras. ■

[*] Cazador de hombres y Deliverance se proyectaron en el Festival de Cine de Mar del Plata dentro de la sección Generación VHS. Quiero agradecer a Carolina Giudici, del blog Morir en Venecia, que colaboró con la traducción de la crítica de Dave Kehr y me ayudó a aclarar algunos conceptos teóricos.

Festival de Mar del Plata 2013 (primera parte)

Clásicos del cine nacional

Angel Magaña y Renée Dumas en 'Alguien al teléfono', una de las dos historias de 'No abras nunca esa puerta'

El paso del tiempo suele dejar todo en evidencia, desnuda despiadadamente los errores y exalta los aciertos. Después de haber visto un puñado de los clásicos del cine nacional que se exhibieron en el reciente Festival de Mar del Plata, revisar Un diccionario de films argentinos (1995), de Raúl Manrupe y María Alejandra Portela, depara muchas sorpresas. No deja de llamar la atención cómo la crítica maltrató en el momento de su estreno a varias películas que hoy se consideran indiscutiblemente obras maestras o, al menos, grandes realizaciones. Con la ventaja de los años transcurridos y la extensa bibliografía disponible, a continuación se ofrece un breve repaso de cinco de esas películas, algunas muy poco vistas, que probablemente ahora comenzarán a circular con mayor asiduidad y estarán al alcance de nuevos públicos para que puedan redescubrirlas.

Pero antes, un poco de información. Hace un año el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (Incaa) recibió una donación de la empresa Turner International Argentina: gran cantidad de negativos y copias en fílmico de películas argentinas, que entre otras cosas incluye toda la producción de los estudios SIDE, San Miguel y Lumitón. Dieciocho de esos films ya fueron restaurados en su formato original de 35 mm, se exhibieron en Mar del Plata y serán emitidos en televisión por Incaa TV. Fernando Martín Peña, que coordinó ese trabajo de restauración, contó algunos detalles en el diario del Festival. Fue un gran placer descubrir estas películas en la calidad que se merecen, poder disfrutarlas casi como en el momento de su estreno.

Ambición (1939), de Adelqui Migliar. Un grupo de artistas argentinos intenta triunfar en el bohemio barrio parisino de Montparnasse. Un pintor (Floren Delbene) se enamora de una mujer (Fanny Navarro), pero cegado por su ambición decide abandonarla para viajar triunfante a Buenos Aires. Allí comienza a trabajar para la aristrocracia, hasta que advierte que se siente vacío. Sobre el final la cosa se torna sorpresivamente dramática, pero como no podía ser de otra manera todo termina irremediablemente bien. Comedia menor aunque eficaz, es interesante ver cómo muestra las carencias con las que sobreviven los argentinos en Francia, una pobreza digna y hasta algo alegre. Por ejemplo, una pareja amiga del protagonista vive con sus tres pequeñas hijas en un departamentito, y la menor de ellas duerme en una cuna improvisada en el cajón de un ropero, lo que se muestra con una naturalidad que enternece. (De paso y algo gratuitamente, déjenme mencionar que Alexandre Rockwell debería aprender de la frescura de esas nenas-acrtices -o de los pibes de Gente bien, comentada más abajo-, diametralmente opuesta a la de sus hijos en la irrelevante y algo jodida Little Feet, que integró la competencia oficial del Festival). Dato curioso: al comienzo de la proyección se ven dos versiones de un mismo discurso en el que el director chileno, detrás de un escritorio y hablando a cámara, presenta a la audiencia la película, su primera realización en Argentina.

La cabalgata del circo (1945), de Mario Soffici y Eduardo Boneo. La historia del entretenimiento popular, desde el circo de finales del siglo XIX hasta el cine sonoro, narrada a través de la historia de dos familias. Dos hermanos (Libertad Lamarque y Hugo del Carril), de una relación tan estrecha que merodea lo incestuoso, persiguen sus sueños hasta que finalmente los alcanzan para descubrir que en realidad no era lo que deseaban. Película extraña, inusual, con una mirada cálida y emotiva que nunca cae en la nostalgia simplista. Por momentos parece casi un documental y termina siendo cine dentro del cine, en una rueda que, como las de esas carretas con las que los protagonistas recorren fatigosamente el país para ofrecer su arte circense, podría girar por siempre. En un rol secundario pero relevante se la puede ver a Eva Duarte, en el que según Manrupe y Portela es su papel más recordado.

Delia Garcés en 'La dama duende'La dama duende (1945), de Luis Saslavsky. En su libro Las grandes películas del cine argentino, Daniel López sostiene que este es el único, auténtico musical nacional. No porque sea un musical en el sentido preciso del término (se trata más bien de una película con canciones), sino por la musicalidad de su narración, que fluye con una ligereza asombrosa. La joven Angela (Delia Garcés) queda viuda del ex virrey del Perú y, llena de deseos insatisfechos, se enamora de un capitán (el español Enrique Alvarez Diosdado). Para acercárcele trama un rebuscado plan que le permite mantener una misteriosa comunicación con él: se hace pasar por la dama duende para, secretamente, cuidarlo, cantarle, bailarle, acosarlo. "Yo quiero noches de no dormir, brazos que ahoguen la flor de mi aliento, besos... y no besamanos", suspira Angela, atrapada entre las castas costumbres aristocráticas. Su forzado luto se contrapone con las celebraciones populares del pueblo, que de algún modo transgrede el orden impuesto. "No te cases con un viejo por la moneda, porque la moneda pasa y el viejo queda", cantan alegremente en una de las tantas noches de fiesta. Con un nivel de producción notable para la época y un ritmo narrativo encantador (sobre todo en la precisión de los diálogos y de las situaciones de enredos), la película aparece hoy un poco amanerada pero absolutamente disfrutable. Una experiencia gozosa.

Gente bien (1939), de Manuel Romero. El crítico Rodrigo Tarruella decía que Romero hacía películas peronistas antes de que el peronismo existiera como movimiento político. Este es un buen ejemplo: un representante un poco venido a menos de la "gente bien" del título abandona a la joven Elvira (Delia Garcés, dueña de una increíble e inocente belleza), con quien tuvo un hijo, para casarse con una chica millonaria e intentar rehacer su desgastada alcurnia. Desamparada, Elvira encuentra cobijo en un grupo de artistas y trabajadores, gente buena, y se enamora de un cantante (Hugo del Carril). Se trata de una "comedia clasista" hasta la médula, que hoy, más de 70 años después de su estreno, sorprende por lo beligerante de su planteo. Hay un momento particularmente notable, y hasta profético. Elvira sale a buscar trabajo, pero como es una madre soltera choca permanentemente contra los prejuicios de la "gente bien", que se preocupa más por sus mascotas -por las que muestra una sensibilidad inmoral- que por las personas que sufren. En la calle, los aristócratas ignoran a una pobre mujer que pide limosna, y cuando Elvira le da una moneda ésta se aleja y deja ver detrás suyo el cartel de una tienda de mascotas que ofrece cuidados estéticos para perros y gatos. Gran comedia.

No abras nunca esa puerta (1952), de Carlos Hugo Christensen. Son dos episodios independientes basados en historias que el escritor estadounidense Cornell Woolrich firmó como William Irish. En el primero -un notable ejemplo de concisión narrativa-, un hombre (Angel Magaña) intenta vengar el suicidio de su hermana (Renée Dumas), que había sido presionada por un prestamista. El segundo es aún mejor, y transforma a esta película en una obra maestra absoluta del cine nacional. Comienza con un mensaje al espectador: "Esta historia sólo puede ser bien contada en dos dimensiones, el tacto y el oído. La vista apenas participa de ella. Sin embargo, trataremos de contarla también para los ojos". Después de ocho años, un hombre (Roberto Escalada) regresa a su casa mientras escapa luego de cometer un crimen. Allí lo espera ansiosa su madre ciega (Ilde Pirovano), que lo cree regenerado. Christensen logró el milagro de contar esta historia para tacto y oído de un modo absolutamente cinematográfico: quizá nunca el cine clásico argentino haya usado tan bien los silencios y las penumbras, haya podido contar tanto sin pronunciar palabra. La secuencia en la que la madre encierra en sus habitaciones a su hijo y al cómplice es de una frialdad y suspenso que aún hoy hielan la sangre. Además, y como dato anecdótico, el momento en el que la mujer ciega apaga todas las luces de la casa para quedar en igualdad de condiciones con los dos ladrones se adelanta quince años a la escena final de Espera la oscuridad (1967), gran thriller de Terence Young. ■