Grandes críticas II: Cuerpos ardientes según Eduardo Grüner

Kathleen Turner y William Hurt en 'Cuerpos ardientes'

Otra vez una película de Lawrence Kasdan en esta sección; ahora su ópera prima, Cuerpos ardientes (Body Heat, 1981). El texto es de Eduardo Grüner (que firmó como Federico Lesca, seudónimo formado por el nombre de su hijo y el apellido de su madre) y se publicó en la desaparecida revista Cinegrafo, que dirigía Mario Levin. La crítica es extraordinaria porque disecciona la película y revela los sutiles mecanismos que el director puso en juego para enriquecer y llenar de matices una historia mil veces contada y, también, para dialogar con la muy rica tradición del género. Además, Grüner supe advertir tempranamente la maestría del "desconocidísimo" Kasdan, que se confirmaría en sus siguientes películas. En el último párrafo compara la película con El cartero llama dos veces, de Bob Rafelson, estrenada en Buenos Aires para la misma época.

El pampero arrastra dos nueces [*]

Por Eduardo Grüner (con el seudónimo de Federico Lesca)

"Como decía mi madre, el saber es Poder", le explica, pedagógica, Matty Walker (la Caminadora) a Ned Racine (el abogado de apellido trágico). Y uno ya sabe que esta chica de las trae, no bajo el poncho sino bajo una blusa transparentona y pegadita al cuerpo. Y él sabe -o cree que sabe- que los dos saben... que terminarán matando al repugnante Edmond, casualmente marido de la Caminadora y muy, muy rico, con testamento en caja fuerte y todo (a favor de ella, se entiende). Ella ya lo sabía antes que él, claro: por algo le dijo, también, "las palabras hacen que las cosas ocurran" (estaba mencionando, al pasar, que le gustaría ver muerto al canalla de Walker). Ella lo sabía antes de conocerlo, incluso, porque, claro, ella es calculadora, fría, cínica e implacable, "veneno puro", como dice Oscar al detective, y uno no puede dejar de pensar en esas gotas del padre de Hamlet, así como el pobre Racine recibirá en su oído la ponzoña de las palabras de Matty, que harán, efectivamente, que las cosas ocurran. Y que ocurran in-de-fec-ti-ble-men-te, como en las tragedias clásicas, en las que el ventarrón del Destino arrastra a los hombres como cáscaras de nuez.

Por supuesto, uno ya vio, o leyó, esta historia muchas veces, bajo la superesteriotipada e irresistible etiqueta de la "serie negra", ese corpus ardiente que suele llevar las firmas de James M. Cain (El cartero llama dos veces), David Goodis (Viernes 13) o, por su estilo el más próximo a nuestro caso, K. Handley Chase (Eva, hipnotizante abismo festoneado de los besos de una mujer-araña). El desconocidísimo Lawrence Kasdan -autor, guionista y director- sin duda ha mamado hasta la última gota de esta tradición, y ha sabido metabolizar de ella la lección más nutritiva, a saber que en este género el "argumento" -siempre increíblemente verosímil- carece de la más mínima importancia. Lo que realmente importa es aquéllo que Barthes llamaba las notaciones de atmósfera, esos subrayados sutiles, apenas sugerencias, que en cine se logran con un ángulo de encuadre, una graduación apenas perceptible de la iluminación, un apunte escenográfico, un tratamiento singular de los rostros y los objetos. En esas invenciones climáticas, que son en definitiva las que hacen un film de este tipo, el ignoto Kasdan se revela como un auténtico maestro.

Afiche de 'Cuerpos ardientes'
CUERPOS ARDIENTES (1981)
Título Original: Body Heat. Fecha de estreno: en Estados Unidos, 28 de agosto de 1981; en Argentina, 11 de marzo de 1982. País: Estados Unidos. Duración: 113 minutos. Dirección: Lawrence Kasdan. Producción: Fred T. Gallo, Robert Grand, George Lucas (no acreditado). Guión: Lawrence Kasdan. Montaje: Carol Littleton. Fotografía: Richard H. Kline. Música original: John Barry. Elenco: William Hurt, Kathleen Turner, Richard Crenna, Ted Danson, J.A. Preston, Mickey Rourke, Kim Zimmer, Jane Hallaren, Lanna Saunders.
Ante todo, tenemos el calor, ese calor corporal (body heat en el título original), ese calor húmedo, sofocante, apresivo, que provoca catástrofes porque no se puede dejar de hablar de él (y las palabras, recuérdese, producen cosas), ese calor que como metáfora de pasiones irrefrenables ya está incorporado a las más caras inconografías literarias del Deep South norteamericano (las novelas de Erskine Caldwell, los dramas de Tennessee Williams) y que aquí se muestran en reverberaciones de una iluminación brumosa, sucia, como si el lente de la cámara estuviera permanentemente manchado de transpiración. Lo único que brilla, por momentos, son los cuerpos sudorosos en el acto sexual (al menos en los que graciosamente nos ha permitido ver el Santo Oficio local). Todo lo otro está siempre envuelto en una eterna neblina, suerte de ominoso vapor que parece subir de las entrañas de la tierra. Cuando hay uno de esos raros ambientes límpidos y fescos (una confortable oficina de notarios donde se lee el testamento de Walker) inmediatamente los asistentes se encargan de nublarlo con el humo de sus cigarrillos. El calor es el verdadero protagonista, el proto-agonista de los griegos por cuya culpa todos sufrirán las consecuencias. Al final, cuando la triunfante Matty descansa en una playa tropical (escudriñando melancólicamente el mar, como cualquier amante de un teniente francés, pero con anteojos negros) su vecino de reposera -al cual nada bueno le auguramos- comentará: "¡Qué calor!", a lo cual ella responderá con un lacónico y muy norteamericano "Yeah...", mientras empiezan a desfilar los credits, como resignándose a que eso nunca termine.

Hay, también, momentos de ruptura en los que el calor se traslada de los cuerpos al cerebro. Tras tomar la decisión de asesinar a Walker, Matty y Ned son sorprendidos en la cama, desnudos, ya no copulando furiosamente sino acostados lado a lado, planificando febrilmente el crimen. Como si el deseo dde muerte, mil veces más erótico, hubiera ocupado el lugar dominante, determinante, del puro atractivo sexual (luego de consumado el asesinato, ella le dirá a Ned: "Esta noche te necesito más que nunca"). Es el calor, asimismo, el que alegóricamente hará salir a las alimañas de sus agujeros (una lagartija, una rata, que la linterna de Racine iluminan en el escenario del camuflaje del crimen).

Luego están los objetos, cuya inmensa carga de soportes connotativos la cámara registra en cuidadosos planos detalle, recortando, claro, la plusvalía fetichista, pero también, y sobre todo, su estatuto significante: un patito a cuerda girando enloquecidamente en un balde de agua, que es como el propio NEd, huguete "programado" moviéndose en un espacio cerrado y sin tener a dónde ir; el encendedor de oro de Walker con el que Matty juguetea obsesivamente, sentada en la mesa entre sus dos hombres, sinecdoque de todo lo que ella ambiciona y que a Racine le falta; el sombrero de fieltro (estupenda cita del cine de los '40) que ella le regala a Ned ("de ahora en adelante te voy a cuidar", le dice) para protegerlo de la "lluvia de mierda" que le está por caer encima, y que previsiblemente (¿porque hace calor?) él no usará, seguro ya de que no hay bajo qué ocultarse del chaparrón; last but not least, las exasperantes campanillas que cuelgan en la terraza de Matty como inertes órganos sexuales, que ella espera escuchar como mensajeras de la brisa fresca que trae el alivio, ese alivio que podría ser el propio Racine, acariciando las campanillas como si fuera él el portador de la brisa, sólo que al final de la hilera de colgantes está el rostro de Matty, y entonces esa música cristalina desoculta su verdadera naturaleza de canto de sirenas que este mediocre Odiseo es incapaz de resistir.

Arrastrando esta circulación de objetos, la precipitación trágica de la acción está puntuada por dos grandes recursos: la sucesión y, como no podía ser de otra manera, las repeticiones. La primera de estas estrategias opera sobre el ritmo de montaje inmediatamente después del asesinato, asociando velozmente los planos: el frente de una empresa de alquiler de autos llamada Ajax (Ajax: héroe trágico y patético de Sófocles que, enceguecido por la pasión, se ridiculiza matando un hato de ovejas en la creencia de que se trata de un ejército enemigo), un payaso pintarrajeado que pasa por la calle (payaso: hombrecillo triste que sólo sabe hacer muecas para divertir a los demás), una gran telaraña en la puerta de la casa de Matty (telaraña: símbolo arquetípico de la femme fatale fascinante y devoradora de inocentes insectos), y, finalmente, la cara de la propia Matty, la araña misma. En cuento a las repeticiones, se trata simplemente de retornos internos del propio "texto" fílmico que permiten reconocer, aprés-coup, el carácter premonitorio de la "primera vez": en la primera secuencia después de los títulos, Ned Racine mira de lejos el incendio de un restaurante donde solían llevarlo sus padres ("es todo mi pasado el que está ardiendo", reflexiona), con el mismo fuego (fuente de todavía más calor) con el que él ocultará el asesinato y con el que Matty quemará su propio pasado bajo la forma del cuerpo de la amiga cuyo nombre había usurpado. También el vestido blanco, entreabierto y provocador, que ella usa en su primera y en su última aparición, cerrando sobre sí misma el círculo trágico. Y el cuerpo de Ned, exhausto, cayendo de espaldas sobre el suelo después de matar a Walker, registrado en un encuandre exactamente igual al utilizado cuando, al principio, él termina de hacer el amor con Matty en la misma habitación, sobre el mismo piso. Por fin, las palabras pronunciadas por Ned en la cárcel ("ella hizo todo lo que era necesario"), precisamente las palabras con las que el finado Edmund había resumido su concepción de la vida. Y en efecto, ella hizo todo lo necesario... aunque no lo suficiente, porque ella querrá siempre un poco más.

No me queda más que terminar con una pequeña boutade: Cuerpos ardientes puede ser vista como una versión más (la quinta, si no me equivoco) de El cartero llama dos veces. Solamente que una más es aquí una menos, ya que esta ópera prima (y, a su manera, maestra) del señor Kasdan, nombre que habrá que retener, invalida -por la sabiduría con que su escritura "borra" la historia y los personajes en favor de una "pesadez" atmosférica, opresiva, siniestra- la pretenciosa e inútilmente amanerada versión de Rafelson. ■

[*] Texto publicado originalmente en el número 2 de la revista Cinegrafo (abril de 1982). Las bastardillas corresponden al original.

1 comentario:

  1. Qué buena!!! Obviamente me dieron unas terribles ganas de ver de nuevo la película. Como toda buena crítica, la resignifica, con lo que ya no será la misma que vi. Abrazo. REF

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