Ya se ha abordado
el uso de la subjetiva. También
los falsos documentales. Mezclar ambos y condimentar generosamente con cámara en mano, un recurso del que algunos realizadores (Paul Greengrass acaso sea el último y más notable ejemplo) han hecho un estilo. Hornear unos años y listo: ya tenemos las películas tipo
El proyecto Blair Witch. Pero la historia de los tres nabos que se pierden en el bosque no fue ni la primera ni la mejor de estas experiencias. La cuestión comenzó bastante antes, e incluso registra algunos antecedentes sospechosamente cercanos. Pero, otra vez, mejor empezar por el principio.
La cámara que filma la muerte estaba presente en
Peeping Tom (Michael Powell, 1960, que en Argentina se estrenó como
Tres rostros para el miedo y en España recibió el aún peor
El fotógrafo del pánico), aunque allí el asesino era el portador de la cámara y su letal trípode. En sentido opuesto hay un antecedente tan macabro como real:
el del argentino Leonardo Henrichsen, que en junio de 1973, mientras cubría una sublevación militar contra el gobierno democrático de Salvador Allende, filmó su propia muerte. La serie de documentales
La batalla de Chile, de Patricio Gusmán, se encargó de esparcir las imágenes por el mundo en la década del setenta.
Caníbales detrás de cámara
Una de las primeras películas que abordó la fórmula del
found footage o "metraje encontrado" -en su variante "gente que quedó atrapada con su cámara en el centro del horror"- fue
Holocausto caníbal (
Cannibal Holocaust, 1980). Dirigida por el italiano Ruggero Deodato, se trata de un film explícito, que no ahorra atrocidades de todo tipo y que, por eso, fue prohibido en unos cuantos países. Como varias harían después, intentó promocionarse como real, como si lo que mostraba efectivamente hubiera ocurrido.
Cuatro jóvenes, audaces e inescrupulosos documentalistas se internan en la selva amazónica para registrar la vida de tribus caníbales. Unos meses después no hay noticias de ellos, por lo que un canal de televisión envía a un antropólogo, el profesor Harold Monroe, a averiguar qué pasó y realizar un documental al respecto. Monroe descubre que fueron asesinados y logra recuperar el material que habían grabado. A medida que va revisando las cintas advierte que los jóvenes manipularon a los lugareños al servicio de sus propios intereses: lograr imágenes impactantes que les garanticen éxito y fortuna.
Toda la película es una gran canallada, que hecha mano justamente a lo que condena. Se sabe que Deodato filmó en la selva colombiana y no dudó en matar animales para la realización del film. Hay una escena particularmente desagradable, previa al hallazgo de las cintas, en la que matan a una rata frente a cámaras. El director elige en ese momento hacer un
zoom de aproximación. Para ponerlo
en términos de Jacques Rivette, quien decide utilizar ese recurso en ese momento sólo merece el más profundo desprecio. Sobre el final, cuando se conoce la suerte de los cuatro jóvenes y el canal decide no realizar el documental, el profesor Monroe se pregunta: "¿Quiénes son realmente los caníbales?". La respuesta es más que clara.
Un par de antecedentes
Dejemos de lado las películas que se ubican fuera del género de terror, como
84 Charlie Mopic (Patrick Sheane Duncan, 1989) y sus similares
September Tapes (Christian Johnston, 2004) y
Redacted (Brian De Palma, 2007), que aunque adoptan -en sus escasos aciertos y varios errores- una estructura similar son más complejas y persiguen objetivos diferentes.
Dentro del fantástico, en los últimos diez o doce años el recurso del
found footage fue varias veces retomado. Antes de
El proyecto Blair Witch hubo dos iniciativa similares, demasiado similares, que pasaron desapercibidas. Una, la primera, fue el telefilm
Alien Abduction: Incident in Lake County, dirigido por Dean Alioto y estrenado en enero de 1998.
Mientras celebra el Día de Acción de Gracias una familia recibe la inesperada visita de una nave extraterrestre, y todo es registrado por el hijo menor, Tommy, con su cámara de video. La película muestra las cintas halladas y las va mezclando con el testimonio de diversas personalidades que opinan sobre la veracidad del documento. Aunque logra algunos buenos climas, se trata de un film flojo, descuidado y sin ideas. Pero su interés radica en que fue una de las primeras realizaciones de este tipo y en que contiene varios de los recursos que luego utilizarían todas las demás.
La segunda fue
The Last Broadcast (octubre de 1998), film de bajísimo presupuesto dirigido por Stefan Avalos y Lance Weiler. Aquí se la pudo ver durante el primer
Bafici, donde llegó con el dudoso mérito de ser el primer filme en estrenarse en Estados Unidos vía satélite: unas pocas salas se equiparon con parabólicas y proyectaron la película en formato digital, lo que ahorró algunos costos de distribución.
Con el formato de documental,
The Last Broadcast reconstruye los últimos momentos de cuatro hombres, dos de ellos realizadores de un programa de cable, que se internaron en el bosque en búsqueda del mítico Diablo de Jersey. De entrada se sabe que tres fueron asesinados y que el cuarto, condenado por la matanza, murió en la cárcel. Con entrevistas a gente cercana a los hechos y el
found footage, el realizador analiza el caso hasta arribar a una conclusión diferente. Ahí es cuando imprevistamente cambia el punto de vista y se revela la farsa.
El guión omnipresente y otros problemas
Y entonces sí, el 25 de enero de 1999 apareció en el Festival de Sundance
El proyecto Blair Witch, que luego pasó por Cannes y en julio de ese año se estrenó comercialmente en Estados Unidos. Apuntalada por un (otro) falso documental, titulado
Curse of the Blair Witch, que intentaba acrecentar el misterio, la película se convirtió en un rotundo
blockbuster: costó alrededor de 60 mil dólares y recaudó más de 140 millones sólo en cines estadounidenses.
Vista hoy en DVD, a diez años de su estreno, la realización de Daniel Myrick y Eduardo Sánchez pierde casi todo el encanto que pudo tener en su momento. Un trío de jóvenes con muchas ganas y ninguna idea que se pierde en el bosque, no deja de cometer estupideces y discutir trivialidades y se asusta con unas ramitas: la nada misma filmada a dos cámaras y con un guión que, al contrario de lo deseado, se deja ver en cada plano.
Es que
El proyecto..., al igual que sus precedentes y sucesoras, tiene un problema: la permanente tensión, en general mal resuelta, entre las pretensiones de realidad y la necesidad de contar una historia, como se planteó en
la segunda entrega de esta serie de entradas. O, en otras palabras, los intentos por ocultar un guión que siempre está ahí.
Así, generalmente las películas se tornas inverosímiles y forzadas. Y no me refiero sólo a la justificación que se encuentra en la ficción para seguir filmando en medio del horror, algo que suele tener una excusa más o menos plausible.
Cloverfield (Matt Reeves, 2008) desperdicia sus primeros 18 minutos en una aburrida introducción de los personajes: necesita dotarlos de un pasado para los 65 restantes. En los finales de
[Rec] (Jaume Balagueró y Paco Plaza, 2007) y su
remake Cuarentena (
Quarantine, John Erick Dowdle, 2008) la periodista y el camarógrafo, refugiados en el altillo luego de escapar de los zombies, en una situación límite, se dedican a filmar las paredes empapeledas con recortes de diarios y a escuchar grabaciones: hace falta explicarle al espectador el origen de la infección. En
El proyecto... cuando pierden el mapa no se les ocurre mirar la detallada filmación que habían hecho de él: sería el fin de la historia.
El guión está presente, siempre, aunque pretendan ocultarlo detrás de una apariencia de realidad, con tomas fuera de foco o que apuntan hacia el piso y esquizofrénicos movimientos de cámara. Todo esto sin contar que las películas suelen apelar a una disimulada musicalización (o sonorización) en búsqueda de resaltar climas y sensaciones. George A. Romero, más apegado a las formas clásicas, resolvió esto último con una película dentro de otra, lo que de todos modos no lo disculpa por haber ofrecido en
El diario de los muertos (
Diary of the Dead, 2007) la peor entrega de su
pentalogía de zombies.
El
found footage -recurso que parece agotado- presenta un segundo inconveniente, que se trató en la
primera entrega de esta saga. ¿Cómo sentir algo ante la muerte de Pablo, el camarógrafo de
[Rec], si en toda la película no se vieron más que sus pies? Lo mismo ocurre con el no muy lúcido Hud en
Cloverfield. La identificación con los personajes es más compleja de lo buscado; de allí que nunca falte la escena en que alguno de los involucrados habla a cámara.
Pero estas películas plantean un tercer problema, acaso el más interesante. El terror no necesita este tipo de artilugios para acrecentar su sensación de realidad porque -vaya paradoja- es en términos relativos el más realista de todos los géneros. Es más o menos probable que alguna vez presenciemos un accidente de tránsito, un tiroteo, el robo de un banco e incluso la caída de un avión. Pero jamás nos toparemos con un vampiro, un zombie o el mismísimo diablo. Y sin embargo en el cine, frente a las imágenes, no dudamos de su existencia. La presencia de lo fantástico se torna estremecedoramente convincente.
Quienes sostengan lo contrario que no mientan. Que cuenten si no dudaron alguna vez en dejar la cortina de la bañera abierta luego de ver
el asesinato de Marion Crane; si no rezaron para que
arranque el auto de Barbra en el cementerio; si no sintieron náuseas junto
al Padre Merrin en la helada habitación; si no gritaron a la par de Sally Hardesty cuando
la perseguían en medio del campo; si no se inquietaron durante los paseos en triciclo de
Danny Torrance por el no tan desolado hotel; si no imploraron que
Nancy Thompson no se quede dormida... Por mencionar sólo algunos casos tan horrorosos como ficticios. ■
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